LA APUESTA

By Duncan Long

Translated by Luis Jorge Aguilar Gómez, 2002.

Spanish science fiction story illustration

—Peón cuatro reina —dijo la Muerte con voz áspera, a la vez que agarraba la pieza de ajedrez con sus dedos huesudos y la deslizaba con precisión hacia el centro del tablero.

     Miré a la Muerte a la cara por enésima vez y traté de adivinar qué estaba pasando por su cráneo. Pero su rostro conservaba esa habitual inexpresividad, de modo que sólo el brillo rojo que iluminaba la profundidad de sus cuencas sugería la existencia de vida – o lo que fuese que lo animara – en su interior.

     No me apresuré a mover. Disponíamos de todo el tiempo del Universo si así lo deseábamos.

     Después de todo la Muerte era inmortal. No tenía prisa. Y el cuerpo que me habían proporcionado obtenía toda su energía de la eterna luz del día que bombardeaba aquel desierto vidrioso. Unos momentos de más para reflexionar no me costarían nada.

     No había ninguna prisa, ni siquiera con mi primer movimiento.

     Tómate tu tiempo y no cometas errores, me advertí a mí mismo. La Muerte siempre se abalanza sobre cualquier debilidad, quizá como modo de exteriorizar sus despiadados propósitos de destruir al enfermo y al indefenso. No podía permitirme ningún error si quería vencer.

     Mi oponente comenzó a moverse inquieto como hacía siempre. Ignoro si se trataba de una táctica consciente para interrumpir mi concentración o de una mera táctica reflexiva; de cualquier modo el chirrido que provocaba el roce de sus huesos resultaba siempre desconcertante, aún incluso después de haberlo oído muchas veces.

     Me negaba a que el traqueteo de sus huesos me distrajera esta vez. Hoy era el día en que ganaría finalmente.

     Debía hacerlo.

     Así que jugué sobre seguro.—Peón cuatro reina.

     —¡Qué original! —dijo la Muerte en tono sarcástico—. ¿Nunca te arriesgas?

      —Sólo lo hice en una ocasión —respondí—. Y me trajo nefastas consecuencias —. Intenté expulsar de mi mente el recuerdo de aquel momento en que comenzó todo. Pero el mecanismo que me habían instalado en la cabeza comenzaba a funcionar de nuevo.

     Intenté concentrarme. Lo intenté con todas mis fuerzas. Pero tantos siglos errando solo por el planeta habían convertido tales esfuerzos en algo casi imposible. Mi mente no siempre me pertenecía. A menudo se embarcaba en vuelos incontrolados, revoloteando por el aire como un halcón loco en busca de presas inexistentes. Ahora ese mecanismo, unido a la falta de concentración, trabajaba en mi contra.

     Aquellos dos años de servicio a bordo de un pequeño crucero de carga privado quedaban muy, muy lejanos en el tiempo. Demasiado lejanos para pensar con claridad. Demasiado para un joven cuyas hormonas se movían con fuerza y libertad.

     Cuando aterrizamos en Edén, el capitán alineó a su ingenua tripulación y les hizo una severa advertencia:

     —No os dejéis enredar por las mujeres del lugar u os arrepentiréis el resto de vuestras vidas. Las leyes de la Tierra no valen aquí. Mientras os mantengáis apartados de sus mujeres estaréis a salvo. Si queréis relajaros y descansar, podéis hacerlo en el dispensario de la nave. Pero no intentéis hacerlo con las mujeres de este lugar. Os arrancarán la piel a tiras por principiantes. Quiero que me prometáis que os mantendréis apartados de las mujeres ¿De acuerdo?

     Éramos jóvenes y pensábamos que lo sabíamos todo. Mirábamos hacia atrás y hacia delante cuando el capitán no nos veía.

     —Vaya un viejo mojigato —nos decíamos mediante señas con una ligera sonrisa en nuestros juveniles labios.

      —Quiero que me deis vuestra palabra de cosmonautas —dijo sin ceder terreno.

     Refunfuñamos nuestra promesa. Hubiésemos prometido cualquier cosa con tal de pisar tierra firme, así que hicimos nuestras promesas vacías. Entonces salimos a empujones por la escotilla derribando el montón de tablas.

     La mayoría del planeta era de acceso restringido, a excepción de un par de kilómetros cuadrados donde las naves del mundo exterior podían aterrizar para intercambiar con los nativos el acero y el cobre que necesitaba el planeta por poderosas medicinas y fármacos. La pequeña zona comercial de Edén había sido construida en la exuberante jungla naranja. No había mucho que ver, pero tras dos años en un crucero, no tarda mucho en parecerse al cielo. Sobre todo si el planeta está poblado con mujeres esculturales que en comparación hacen palidecer a las mujeres virtuales.

     Pronto nos decidimos a llevar a cabo algunos negocios por nuestra propia cuenta con los trastos que habíamos ido recogiendo a lo largo de años de vuelo por planetas exóticos. Yo no fui el único miembro de la tripulación que se dejó engatusar por una de esas bellezas para acabar en el suave follaje de los alrededores del puerto.

     Pero sí fui el único a quien pillaron cometiendo el delito.

      —Peón cuatro rey —dijo la Muerte, irrumpiendo en mis pensamientos.

     Juré entre dientes. Mi mente volvía a deambular.

     —Debo concentrarme —me advertí a mí mismo—. Debo combatir la máquina de la memoria y concentrarme en el juego—. La Muerte no volvería en otros cien años como mínimo. Incluso si perdiera, lo que probablemente volvería a suceder de nuevo, debo saborear al menos el momento de la única compañía que tendré durante el próximo siglo. Pasará mucho tiempo hasta que su nave con forma de murciélago regrese.

     La nave de la Muerte era el único medio para abandonar el planeta. Cuando llegó por primera vez le di muchas vueltas a la posibilidad de arrebatarle la nave a la fuerza, hasta que me di cuenta de que su fuerza era incluso mayor que la del nuevo cuerpo que poseía por aquel entonces.

     Pero tenía un punto débil. Le gustaba jugar. No tardé mucho en jugar aquella primera partida. Desde entonces había regresado de vez en cuando para jugar una y otra vez. Juegos con apuestas. Altas apuestas.

     Si ella ganaba y se marchaba volvería a estar solo. Vagando por el planeta durante otro siglo sin nadie con quién hablar, sin una mísera brizna de hierba que me haga compañía. Tan solo infinitas llanuras de reflectante obsidiana.

     En ocasiones me preguntaba si había perdido la razón y me estaba imaginando la locura que era mi vida. Otras veces deseaba poder volverme loco. Pero los edenitas se habían asegurado de que no fuese así. El cuerpo que me habían proporcionado era capaz de anular esos incidentes, impulsando las hormonas necesarias en mi riego sanguíneo para hacer que mi cerebro funcionase correctamente cuando se aproximaba demasiado a la perturbación mental.

     Mi control mental estaba en su peor momento cuando intenté suicidarme. Cada vez que me encontraba a un paso de realizar la hazaña, se producía el corte automático. Perdía el conocimiento y me despertaba de mi estupor lejos de donde había estado y lejos del peligro, tanto si me hallaba en el saliente de un elevado precipicio como si me había estado golpeando la cabeza contra la tierra vidriosa. Todo lo que podía hacer era vivir. Vivir y tener esperanza en la huida.

     Me obligué a concentrarme en el tablero que tenía delante ¡Lástima que no hubiese podido traerme un par de libros de ajedrez! Hace algún tiempo era bastante bueno. Tenía un par de libros por los que en este momento pagaría una fortuna. La Muerte no era una jugadora excepcional y estaba convencido de que jugaba siguiendo un sistema que me permitiría derrotarla una vez lograse comprenderlo. Seguía preguntándome si quizás, sólo quizás, el movimiento inicial o un cambio en mi táctica podría hacerle perder el ritmo y darme la oportunidad de vencerla de una vez por todas.

      —Demasiada prudencia —me reprendió la Muerte, chasqueando con los dientes al no tener lengua ni labios—. No es más que un juego. Sólo perderás tu maleta de diamantes. Con la cantidad que hay en este mundo, no debería ser de gran importancia. Tú perderás y yo me iré, como siempre. Y entonces me esperarás aquí con otra maleta de diamantes para volver a apostar en otra partida. Deberías relajarte y disfrutar. Estás muy tenso.

     Cogí el peón que estaba delante del rey. —Peón cuatro rey.

      —Es hora de que corra un poco de sangre —dijo la Muerte con entusiasmo y sus ojos brillaron con mayor intensidad durante un breve instante. Rápidamente cogió su peón, y golpeó levemente el mío, sacando mi pieza derrotada del tablero y arrojándola a la resbaladiza y reflectante tierra, donde se deslizó varios metros a través de la superficie antes de detenerse. —¿Te das por vencido?

     Me reí. —No, aún no. Y ahora cállate, estoy intentando pensar.

     Los edenitas me habían cambiado en muchos aspectos. Aun habiendo estado atrapado en aquel cuerpo de piel resistente durante casi doscientos años, jamás había llegado a dominar realmente los ritmos cíclicos que atravesaba con la rotación de los mundos gemelos que nos rodeaban. Ahora sentía que me volvía más lento a medida que las fuerzas gravitatorias cambiaban con la salida de la lejana copia del planeta al que me habían abandonado.

     El estruendo bajo mis pies señalaba el comienzo de los leves temblores del día. Las piezas de ajedrez temblaron un instante y volvieron a quedar quietas. Era vagamente consciente de que mi cuerpo se iba haciendo más lento y de que mi mente, más confusa, no sería capaz de reprimir los recuerdos implantados en ella.

     Estaba de vuelta en la prisión. De vuelta en mi viejo – joven – cuerpo humano.

     El terror era tan real como lo fue la primera vez. En aquella ocasión me cogieron con una de sus mujeres. Esa vez me separaron de ella, me arrastraron desnudo hasta el tribunal, y me arrojaron en la prisión de cristal ante el abucheo de una multitud de nativos enfadados.

     No me estaba permitido hablar en mi propia defensa. Si me lo hubieran permitido, habría tenido la oportunidad de intentar solucionar el problema a mi manera, de explicar que ella me había seducido. Pero en su lugar farfullaban en lengua nativa mientras la mujer me vendía a la multitud.

     No necesitaba entender su lengua para saber lo que estaba sucediendo. Era un tribunal parcial y yo era el problema. Un grave problema.

     Vi al capitán asomado al balcón que había detrás de la cámara en la sombra, y le hice señas con la mano. —¡Capitán! —grité, y mi voz resonó en el interior de aquel receptáculo sellado donde me tenían encerrado como a un espécimen de laboratorio. Aunque mi voz no lograba salir de mi celda, sabía que él entendía que le estaba pidiendo ayuda.

     Su cara se transformó en una máscara. Sacudió la cabeza y refunfuñó algo – no estaba lo suficientemente cerca para leer sus labios. Entonces se dio la vuelta y se marchó por el pasadizo abovedado que había tras él, dejándome en manos de mis captores.

     De repente asumí la verdad. El capitán no lograría sacarme de ésta. La situación era desesperada.

     Estaba perdido.

     Estaba fuera de control, mi cuerpo tembló y mis rodillas se doblaron dejándome caer al duro suelo. Me replegué, balanceándome en silencio y sabiendo que me enfrentaba a un terrible castigo. Me preguntaba qué clase de horror me aguardaba por haber roto las leyes de este mundo.

      —¿Vas a mover? —preguntó la Muerte.

      —Sí, claro —dije, parpadeando en la luz brillante, volviendo a la partida que había en juego—. Claro—. Instintivamente moví el peón delante de mi alfil izquierdo para proteger el peón que me quedaba, y que ahora estaba en la mitad del tablero. —¿Contento?

      —Tanto como puede estarlo la Muerte —respondió.

     Estudié su rostro de nuevo, ya que no estaba seguro de si bromeaba o hablaba en serio. Resulta difícil juzgar las intenciones que encierran las palabras sin observar los labios y las cejas del interlocutor. La piel y los músculos pueden decir infinidad de cosas.

     La Muerte se frotó la barbilla, provocando un chirrido similar al que producen las uñas sobre una pizarra. Sabía que se tomaría un momento para reflexionar sobre su próximo movimiento. No era la mejor de las jugadoras pero se tomaba el juego en serio. Se tomaba su tiempo para evitar cualquier error posible.

     Me levanté y me estiré. Mis músculos de acero sobresalían de la piel tensa y azul con que los edenitas habían revestido mi cuerpo.

     Me preguntaba cómo podía haber cambiado la tierra después de doscientos años. La Muerte nunca me diría nada, aunque lo supiera. Decía que no viajaba mucho por allí, lo que me hacía pensar si al fin alguien había desencadenado la guerra final, o si la humanidad había contaminado finalmente su nido hasta el punto de verse obligados a evacuar el planeta.

     ¿Cuántos compañeros se hubiesen cambiado por mí? Apuesto a que cualquiera lo hubiera hecho. La vida eterna, o estar lo más cerca posible de ésta, había sido el sueño de la humanidad y, probablemente incluso ahora, seguía siendo una esperanza inalcanzable.

     Qué irónico resultaba que yo dispusiese de la cualidad que ellos anhelaban y no pudiese gozar de ella, abandonado en este planeta. Viviría lo más cercano posible a la eternidad como me permitiera una vida finita. Sufriría una vida eterna en este planeta infernal.

     Este era mi castigo. Vivir para siempre acompañado sólo de mis recuerdos. Recuerdos que daban vueltas en mi cerebro de modo automático para refrescar en mi mente el motivo de mi castigo.

     El mecanismo instalado en mi cabeza volvió a reproducir los recuerdos: de nuevo volvía a estar en la celda de cristal donde los edenitas vertían sus drogas virulentas, mientras yo permanecía desnudo e indefenso y el líquido desgastaba la piel de mis músculos causándome un dolor insoportable. Me desmayé mientras me hundía en el repugnante líquido.

     Al despertar los encontré trabajando en mi cabeza, colocándome aparatos con propósitos que no lograba entender. Algunos implantes servían para impedir que me suicidara. Otros para que no pudiera dormir. Algunos me obligarían a revivir aquel día una y otra vez.

     Habían trabajado bajo un espejo, quitándome los párpados de modo que estuviera obligado a ver como cortaban partes de mi cuerpo aquí y las reformaban allá. Observé horrorizado y fascinado como segaban mi hombría para que no volviese a repetir el crimen, contemplé con espanto como extraían pedazos de mi cerebro para dejar sitio a sus instrumentos, arrojando trozos de materia gris en la tabla que había a mis espaldas como si de carne cruda se tratase.

     Finalmente concluyeron su trabajo. Recubrieron con carne nueva mis ensanchados músculos por medio de unos hierros punzantes que fundían mi tejido óseo como plástico al tapizar el armazón de una silla. Entonces me obligaron con descargas eléctricas a montar a bordo de una nave hiperespacial que me había arrojado en la zona prohibida de este planeta.

     —Tu turno —dijo la Muerte. Gire para ver qué pieza había movido. Un viejo pensamiento regresó a mi cerebro de forma espontánea. Un recuerdo de hace mucho tiempo. De repente recordé un juego que había visto cuando era joven en los torneos en 3D.

     ¿Podría recordarlo lo suficientemente bien como para repetirlo?

      —Muerte, ¿dónde está tu victoria? —dije arrellanándome en mi silla. Observé a mi oponente para ver si reaccionaba.

      —No tuvo gracia la primera vez que lo dijiste hace cuatrocientos años —dijo bromeando—. Y, si lo recuerdas, me alcé con la victoria en aquella partida. Y volveré a hacerlo hoy.

     Me prometí a mí mismo que no saborearía la victoria esta vez. Trabajé cuidadosamente los siguientes movimientos. Aguardando el momento mientras se ponía el planeta gemelo, mi poder de concentración volvía a estar al máximo de sus posibilidades mientras el lejano mundo se hundía bajo el horizonte.

     Continuamos.

     Perdí la noción del tiempo mientras desarrollaba mi treta para atraparla en la posición exacta. Entonces dudé. Parecía que iba a funcionar.

     Pero, ¿sería así?

     Me humedecí los labios y a continuación moví, sacrificando a mi reina.

      —¡Ajá! —dijo más entusiasmada que nunca la Muerte, estrellando su caballo contra la pieza. —Ahora te tengo —. Craso error. —Has perdido tu reina —. Tiró el premio al suelo y rodó alejándose de nosotros.

     Volví a examinar el tablero para cerciorarme de que mis cálculos eran correctos. Esbocé una sonrisa. Sí. Le tenía. Mi mano tembló al levantar el alfil que me quedaba y colocarlo en la casilla para acorralar a su rey. —Jaque mate —susurré.

      —¿Cómo? —dijo jadeando. Sus ojos se desvanecieron hasta que la luz roja casi se había extinguido. Se reclinó hacia delante para analizar el tablero. Entonces sus ojos recobraron el color. Se reclinó hacia atrás en el sillón. —Así que al fin has ganado.

      —¿Mantendrás tu apuesta?

      —Si no puedes confiar en la Muerte, ¿en quién vas a confiar? Jamás falto a mi palabra ¿Pero estás seguro de que quieres hacerlo?

     Asentí.

     Luego sonreí.

     Porque ahora la Muerte debía concederme la único que podía apostar. El tesoro del sueño eterno, del descanso eterno.

     Finalmente sería libre.


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